Ante la agonía, por Walter Turnbull
Ante la agonía
Por Walter Turnbull
Aunque la muerte es el más inevitable fenómeno de la vida
humana, su llegada siempre desconcierta, altera, incomoda.
Diría yo que existen básicamente cuatro formas de morir: en
pecado y de golpe, en pecado y lentamente, en gracia y de golpe, y en gracia y
lentamente.
Para un auténtico ateo —si es que existen— lo ideal sería
morir de golpe después de una vida de placer y diversión. Para un creyente sería la peor. Que Dios nos libre de una muerte repentina,
rezan viejas oraciones de la Iglesia. Grave , gravísima cosa sería
estar en pecado y ser sorprendido por la muerte sin tener tiempo para
arrepentirse. Ya he comentado yo alguna
vez que en algunos casos un sida, o cualquier otra molestia antes de morir,
puede ser una bendición.
En términos prácticos, lo mejor que nos podía ocurrir —salvo
la tremenda sorpresa que se llevan los allegados— sería estar en gracia de Dios
y morir en un instante. Sin avisar, sin
esperarla, sin sentirla… y si es cuando ya no soy necesario para nadie,
mejor. Qué bonito sería. Ir por la vida sereno y de pronto oír a Jesús
decir: “Ven, bendito de mi Padre, a tomar posesión del reino preparado para ti
desde el principio del mundo…”.
Y sin embargo, Dios parece tener otra opinión. Ahí está la agonía, más corta o más larga (a
veces larguísima), más leve o más dolorosa (a veces dolorosísima); inexorable, casi
omnipresente, inexplicable. ¿Por qué
esta persona que fue tan buena tiene que sufrir tanto para morirse? Cualquiera en el fondo se rebela contra ese
sufrimiento aparentemente inútil. Hay
que acabar con esa vida, dice el materialista, partidario de la cultura de la
muerte. Es que tiene que pagar su karma, tiene que pagar por los pecados
cometidos en otra vida, dice el orientalista, un poco más resignado y
completamente equivocado. Es que Dios
sabrá, dice el creyente; es que Dios quiere aprovechar al máximo el tiempo que
nos ha concedido en este mundo para acumular un tesoro en el otro.
¿Qué sabemos nosotros? ¿Dónde estabas tú cuando yo formaba
el universo? —pregunta Dios al abrumado Job—.
¿Qué puede Dios sacar de una agonía?
Los expertos hablan de menos purgatorio para el involucrado,
de menos purgatorio para otros elegidos, de gracias especiales para los
necesitados que todavía han de peregrinar por este mundo, de perdón para
pecadores que no piden perdón… La
oración de los que sufren unidos a Cristo —han dicho muchos predicadores y ha
reiterado en varias ocasiones Juan Pablo II— es invaluable a los ojos de Dios. Ese momento de postración “inútil” puede ser
el más valioso de nuestra existencia.
Aunque a veces (casi todas) nos cuesta trabajo creerlo, San
Pablo asegura que nadie es probado más allá de sus fuerzas y, a cambio, cuántas
gracias se pueden derramar por el sufrimiento de un justo.
Dicen que decía Santa Teresa de Ávila —esta frase tenemos
que mencionarla cada vez que hablamos del sufrimiento, y tendríamos que
meditarla muy seguido— que si tuviera que sufrir cien años en este mundo a
cambio de un grado más de gloria en el cielo, los sufriría con gusto. Y algo parecido dicen que afirmaba el Padre
Pío. Hay que recordar que estos dos
santos recibieron de Dios el don de asomarse al cielo.
¿Qué sabemos nosotros? Muchos han dicho también —aunque en
el momento a todos nos sabe como un mal analgésico— que Dios manda el
sufrimiento a sus elegidos, a sus amigos.
Evitar el sufrimiento, por supuesto que sí; con todos
nuestros recursos, hasta donde sea posible.
Y cuando no sea posible, ponernos con confianza en las manos de Dios y
aceptarlo y ofrecerlo.
Sí, claro, cuando me llegue el momento voy a ser el primero
en dudar y en reclamar y en rebelarme.
Por eso quiero atesorar y compartir estas ideas desde ahorita. “Guarden, pues, estas palabras y
reconfórtense unos a otros” (2Ts. 4, 18).
Tal vez, en el momento de la prueba, podamos decir de todo corazón aquellas
palabras que dieron cumplimiento a la historia: “Hágase en mí según tu
voluntad”.
Tal vez, también, podamos aceptar que una vida en gracia y
una muerte lenta no sean tan mala opción, después de todo.
Los acompaño en su sentimiento
ResponderBorrarExtraordinario artículo - - - muchas gracias Wally - - - por tu testimonio de vida y por este escrito. Dios mediante, nos vemos en el Cielo.
ResponderBorrarPocas personas son inolvidables, tanto que me hagan sentir y reconocerme diferente, aún más de lo que yo mismo podría reconocerme: Un hombre infinitamente amado por Dios.
ResponderBorrarUn Ser inolvidable, depositario de la sabiduría que sólo tienen los que están tocados de la Mano de Dios, dada para bendecir, que de él, solo bendiciones recuerdo.
Un soldado de Cristo aguerrido defensor de la fe, de la palabra: ¡De Dios, vaya pues!
Que si nos falta: ¡Sí! Mas también se hace presente en cada recuerdo, en cada enseñanza... y a la conclusión de la respuesta, un: ¡Qué le vamos a hacer mi Sergiote!...
Y cuando se supo dependiente, se manifestó en profunda gratitud, sabedor de que Papá Dios lo rodeó de ángeles: aquí para despedirlo, allá... para recibirlo. Y sí, para acompañarlo en cada instante tuvo siempre a su lado ese otro angelote: o mas bien Angélica, la Mujer que lo eligió o que tuvo la dicha de ser elegida.
Su presencia será perenne, pues personas como Wally, no se mueren en el olvido: son una constante, son recuerdo, son presencia.
Sólo nos dijo: ¡Adelántense, alla los espero!
Con profundo respeto y cariño: ¡Te recuerdo Hermanito. Te amo!
¡Abrazos Fraternales!
👼🏻🙏🏻😇🎉🎊✝🙅🏻♂
Querido Wally: Me encomiendo a tu intercesión para que Papá Dios permita, que nuevamente nos volvamos a encontrar.
Gracias Sergiecito. Dios te bendiga
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