¿Odiar la vida? ¡Ah, caray!


¿Odiar la vida? ¡Ah, caray!
Por Walter Turnbull (Descanse en paz)

Igual que los griegos de aquel entonces, de los tiempos de Cristo y de Pablo, herederos de los grandes filósofos, maestros del racionalismo, a quienes la cruz de Cristo les parecía un escándalo porque enaltecía el sufrimiento, los hombres de hoy descalificamos el sufrimiento y el sacrificio y aceptamos el placer como único fin de la vida, pensando que podemos alcanzar la felicidad completa en este mundo a fuerza de placeres. En la liturgia de la Cuaresma escuchamos de Jesús una frase desconcertante, escandalosa —pensarían los griegos—, que nos cuestiona... «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna.» (Juan 12, 25). Desconcertante afirmación: ¡JAH! ¿Qué no se supone que deberíamos amarnos a nosotros mismos, y que la vida es un don de Dios? ¿Qué no es la vida lo  único realmente valioso que tenemos? ¿Podemos realmente despreciarla, odiarla?  ¿Será posible que Jesús haya afirmado semejante disparate o lo dijo figurativamente?
Ciertamente, la vida es un gran don de Dios y como tal se lo tenemos que agradecer. Y la felicidad es el objetivo final de la existencia. El problema aquí estriba en que esta vida pasajera en este mundo temporal en que vivimos actualmente no nos puede brindar la felicidad completa y eterna, como Dios la pensó para nosotros desde el principio. Y en cambio, el apego a los bienes que este mundo nos ofrece, puede obstaculizar la obtención de los bienes eternos. La búsqueda de estos bienes fácilmente nos orilla a la vanidad y al egoísmo, a distraernos de  buscar los de la otra vida, en la que sí podemos obtener el gozo completo. Si uno (en este caso el demonio) quisiera mantener a alguien (en este caso el hombre) dentro de una prisión (en este caso un destierro), lo mejor que podría hacer sería convencerlo de apegarse a los bienes de la prisión.
Lo que Jesús nos propone cuando nos ordena odiar nuestra vida no se trata de renunciar a la felicidad o a la vida, sino de no tomar esos placeres que el mundo proporciona como el objetivo final o único de nuestra vida, y mejor aplicarnos a ganar la vida plena. Sucede que esta vida no es la definitiva, sino una etapa temporal, una escuela, un entrenamiento, un examen… De ahí la invitación a la mesura, a la renuncia, al sacrificio, a la muerte a las cosas de este mundo. Para pasar a una vida superior, lo primero que tenemos que hacer es querer salir de esta, despreciar lo que esta vida nos ofrece. Cuando Jesús se siente turbado por la cercanía del sufrimiento, no lo rehúye, sino lo abraza como el momento más importante y más valioso de su vida: «Para eso he llegado a esta hora» (Juan 12, 27); como los hombres santos abrazan los momentos de prueba que nosotros por naturaleza evitamos y maldecimos, y renuncian a los placeres que nosotros por naturaleza buscamos.
Y aún es válida la pregunta: ¿No deberíamos buscar la felicidad para todos ya desde este mundo? Y la respuesta es afirmativa: desde luego que la debemos buscar. Pero curiosamente, paradójicamente, la fórmula para hacer de  este mundo un lugar más feliz para todos, sería que cada quien, renunciando a los placeres vanos y a la propia prevalencia, nos concentráramos en buscar la otra vida, el Reino de Dios, las cosas del cielo; y la única forma de ganar el Cielo, es buscar la felicidad para los demás.
«Si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba […] Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. […] mortifiquen sus miembros terrenos…» (Colosenses 3, 1-5)

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