El diablo o la virgen


El diablo o la Virgen

Por Walter Turnbull


Cuando usted se propone montar una pastorela entre aficionados, a nivel parroquial o entre vecinos, sin recompensa económica, sólo por el gusto de hacerla... el actor más difícil de conseguir es la que representa a la Virgen María.
Por principio, de la Virgen se espera que sea , si no bonita, al menos agraciadita, y que parezca joven.  En segunda, su actuación, aunque sea poca, tiene que ser buena, porque todo lo que la Virgen dice es importante.  En tercera, casi nadie lo quiere hacer.  Cuando usted reúne un grupo para una pastorela, todos quieren ser el diablo, o cuando mucho, pastor.  El ángel y la Virgen son la última elección.
Hay razones que pueden ser buenas.  La Virgen en general, como ya dijimos, sale poco y habla poco.  Igual que en el Evangelio.  Casi no hay parlamentos largos para la Virgen ni mucha oportunidad de lucimiento como actor.  El diablo, en cambio, normalmente tiene parlamentos largos y exigentes, propios para el lucimiento personal.
Pero hay otras razones no tan buenas.
Sucede que el demonio, a pesar de querer nuestro mal, ejerce una extraña fascinación sobre nosotros los humanos.  Es una consecuencia del pecado original.  Es esa inclinación al mal y ese pasajero placer que se obtiene cuando se practica, que la doctrina llama concupiscencia.  Los malosos son atractivos, no cabe duda.  Y si no que lo digan los jóvenes honestos a los que les cuesta un chorro de trabajo ligar, o las mujeres que se enamoran del macho.
Dice el finado y maravilloso escritor José Luis Martín Descalzo que el deporte más practicado en la actualidad es el de hacernos pasar por más malos de lo que somos.  Nos encanta presumir de malos. Y es que, efectivamente, la maldad siempre promete un cierto grado de placer y diversión que para un santo es inaccesible.  Promete más libertad, menos límites, más variedad de opciones, experiencias más excitantes, más recursos para alcanzar sus metas.  Después de todo, el demonio es el príncipe de este mundo.  «Te daré todos los reinos de la tierra si, postrándote, me adoras» (Mateo 4, 8-9).  En los Salmos hay varias referencias a la tentación que sienten los buenos de volverse malos al ver el éxito y el bienestar que acompaña a estos últimos.  La tentación de ser el diablo definitivamente nos llega a casi todos.  Y no es que aceptemos abiertamente la maldad.  Más bien es una ingenua esperanza de poder servir al diablo y a Dios, de poder coquetear con el mal estando casados con el bien, de poder probar el mal y en el último minuto dar un golpe de manubrio y desafanarnos de él antes de que nos mate.

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Alguna vez le preguntó su hermana a Santo Tomás de Aquino qué se necesitaba para ser santo.  Su respuesta fue: «desearlo».  Efectivamente, lo primero son las ganas de serlo.  Si realmente se tienen ganas, Dios pone lo demás.  El problema es que, hoy en día, nadie tiene ganas.  Ahorita nos atrae más el pecado, estamos en la etapa del coqueteo.
Qué bonito sería que, al menos en esta época de Adviento y Navidad, practicáramos el deporte de hacernos los buenos.  Que quisiéramos ser el ángel o la Virgen.  Que pudiéramos renunciar por un tiempo a ese placercito que el pecado nos proporciona.  Tal vez el disfrazarnos de Virgen por un rato nos ayude a parecernos un poquito más a ella toda la vida.
El día ha de llegar en que todos se peleen por ser el Ángel o la Virgen.  Después de todo, como ya dijimos, su papel es corto, pero son los que finalmente se reúnen en la gloria.

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