Santa Claus no existe


Santa Claus no existe
Por Walter Turnbull

Hay una situación que casi todos hemos vivido alguna vez en nuestra vida. A mí me sucedió por ahí de los 8 años, 3º de primaria.
Sucede que llega el bravucón del grupo, generalmente un chavo problemático, un tanto precoz y dado a los temas que causan morbo, y le dice a uno: «Santaclós no existe». Uno se queda conmocionado y el otro se siente victorioso de haber impresionado y entristecido a un villamelón.  El villamelón (en otras palabras, el zopenco pacífico) queda como ridículo, patético e ignorante, y el bravucón queda como conocedor, de mucho mundo, experimentado. Se siente como un sabio, casi científico, ante un supersticioso nerd.
El nerd en este caso tiene varias opciones: la primera es preguntar a otras personas más autorizadas y más confiables, incluyendo a sus papás, acerca del asunto; otra opción es rechazar la propuesta del bravucón y seguir aferrado a sus creencias; una tercera es asumir resignadamente la teoría del bravucón, decepcionarse de sus padres y de la vida y modificar su postura. Las tres opciones son válidas. Si adopta la primera (investigar más a fondo), obtendrá mayor seguridad en su postura, obtendrá una buena explicación y posiblemente llegue a un nuevo arreglo, más conveniente, adecuado a su nueva perspectiva. Si adopta la segunda (aferrarse a su postura), seguirá, por un tiempo, jugando aquel juego maravilloso de pedir y recibir regalos y viviendo una ilusión, pero estará también viviendo en la eterna duda. Si adopta la tercera (creerle al bravucón y decepcionarse de sus papás) , tal vez pasará a formar parte de los populares, crecerá su vanidad, se sentirá sabio y experimentado, superior a sus padres y a los otros nerds, pero dejará de recibir juguetes en Navidad y se habrá distanciado de sus padres. Como dijimos, puede elegir cualquiera de las tres, las tres son éticamente correctas. Todo es cuestión de conveniencia, siendo la primera (informarse mejor), claramente, la más conveniente. Lo que sí no puede hacer, lo que sí sería una reverenda tontería, es adoptar la tercera opción (creerle al bravucón) y luego andarse jactando de haber hecho una minuciosa investigación y de ser un gran intelectual, un científico moderno y un hombre racional por haber descubierto ese gran secreto. La realidad es que sólo se dejó influenciar por una fuente no recomendable; se dejó embaucar por un bravucón. En este ejemplo, la teoría del bravucón tiene la peculiaridad de ser cierta. Sin embargo, la opción de creerle a ciegas sería un grave error.
Resultado de imagen para santa claus vs godEn la vida tenemos situaciones parecidas pero esta vez con teorías falsas (al menos la de Santaclós tenía posibilidades de ser cierta). Pasados unos años (también nos ha sucedido a todos), llegamos a la pubertad o adolescencia y nos encontramos multitud de bravucones experimentados: el maestro de secundaria, otro condiscípulo precoz, el compañero rojillo, el pretendiente corridito, o el experto de Televisa, y llegan y nos dicen: «Dios no existe», «La Iglesia Católica es un fraude», «El Papa se sienta en un trono de oro», «la religión ha causado millones de muertes», «la inquisición fue un prototipo de maldad», «en México la Iglesia era la culpable del atraso» o cualquier otro disparate de esos sensacionalistas, y entonces tenemos las mismas tres opciones: investigar más a fondo, rechazar categóricamente la propuesta del bravucón o creerle al bravucón y renegar de nuestros principios, pero igual que en la primera situación, haríamos muy mal en optar por la tercera: creer a ciegas lo que le dice a uno la fuente no recomendable y distanciarnos de la gente que nos ha dado vida. Y peor tantito si luego nos andamos jactando de ser científicos, de ser racionales, de haber investigado, de haberse informado, cuando en realidad lo que se hizo fue tragarse entera la leyenda calumniosa creada por razones políticas, económicas o simplemente de comodidad o popularidad. Si adoptamos esta tercera opción, simplemente estaremos dejando de creerle a la Iglesia (y a Dios) para creerle a otro que no tiene nada que ofrecer.
En la vida de la Iglesia nos topamos todo el tiempo con iluminados que nos embarran las más ocurrentes barbaridades acerca de Dios, de Cristo, de la Iglesia o del Papa, que sacaron de cualquier fuente, sin comprobar nada, y nos llaman a nosotros ignorantes, oscurantistas, ingenuos, retrógradas, y toda una serie de los más despectivos calificativos, y se ostentan como experimentados y objetivos investigadores, y nos increpan con indignación «infórmense por favor», como si ellos realmente hubieran investigado las bobadas que andan repitiendo.
Y lo curioso es que verdaderos intelectuales, buscadores de la verdad, hombres de buena voluntad, cuando se meten a investigar (como en la primero opción que planteábamos), siempre terminan por descubrir que la Iglesia y su doctrina son confiables y que todas las calumnias dirigidas contra ella no son más que leyendas creadas por gente que odia a la Iglesia por algún motivo político o gente a la que por su estilo de vida no le acomoda la doctrina de la Iglesia o la misma existencia de Dios, y andan buscando pretextos para no tomarlo en cuenta.



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